Nuestra historia sucede en el gran hotel del Águila, un caserón cuadrado inmenso, sin gracia y de cinco pisos. Aquí la gente nunca se conoce porque tanto los trabajadores como los huéspedes cambian con gran rapidez.
«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto. Era un hombre envuelto en un abrigo de verano que estaba fumando mientras se apoyaba en el balcón. En la oscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brillaba como un gusano de luz.
«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Era una mujer suspirando por el consuelo que le proporcionaba aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.
«Si me sintiera muy mal y gritara para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría» sigue pensando la mujer, que aprieta contra su pecho delicado un chal de invierno.
«En la puerta de la habitación número 36 esta madrugada cuando me levanté había unas botas de hombre muy elegantes».
De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después de que pasó.
«Se ha apagado un foco» piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme».
A medida que avanzaba la noche se iba imponiendo el silencio y todo parecía más triste. Del muelle y los barcos que se encontraban al pie del hotel tan sólo se distinguían las sombras y se escuchaban los leves sonidos que se producían cuando chocaban entre sí.
El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.
De pronto suena una tos seca, repetida tres veces, a la derecha, dos balcones más allá. Esa tos hace temblar al hombre de la habitación 36 que, después de fijarse bien, descubre un bulto en el balcón de la habitación 32 y piensa «Tos de enfermo, tos de mujer». Eso le recuerda a su enfermedad y le hace consciente de que no debería estar fumando y de que tampoco debería estar en el balcón a esa hora, aunque fuera agosto. Entonces se dice para sí mismo «¡Adentro, adentro! ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!».
Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció y cerró el balcón. Esto provocó una gran melancolía al bulto del 32, similar al que había sentido el bulto que fumaba con la desaparición del foco que se había apagado antes.
«Sola del todo», pensó la mujer que, aún tosiendo, seguía allí. Aunque realmente no se sentía sola del todo porque se sentía acompañada por el desconocido de la habitación 36 que ya había abandonado el balcón y entrado dentro.
Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía también se retiró; como un muerto que vuelve a la tierra.
* * *
Pasaron una, dos horas. En el pasillo y las escaleras se oían pasos de algún trasnochador y por debajo de las puertas entraban rayos de luz que giraban y desaparecían.
Varios relojes de la ciudad e incluso uno del hotel cantaron la hora y media hora más tarde volvieron a sonar.
«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas. Él imaginaba que esa hora que sonaba solemnemente era la cuenta atrás hacia la muerte. Todo se había dormido, ya no entraban huéspedes. Por lo tanto ya no había testigos y en cualquier momento podía salir la fiera.
En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.
«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación y solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos. Su sentencia de muerte estaba pegada a él al igual que una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.
«Toda mi vida he ido por el mundo buscando un aire sano para mi pecho enfermo». Todos los lugares donde pasaba la noche tenían para él aspecto de hospital. «¡Qué vida más triste la mía!». El huésped de la habitación 36 sentía cierta envidia y rencor por el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público. -El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! Y nadie se acuerda de los tísicos- decía. «La muerte del prójimo, ¡qué poco le importa al mundo!».
Y tosía, tosía, en el triste silencio de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.
La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era más dulce. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.
Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle.
Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.
La mujer del 32 pensaba «Partí de mi patria para trabajar de institutriz en una casa de la nobleza, pero mi enfermedad me hizo abandonarlo por miedo al contagio». Al principio pensó en regresar a su patria, pero como que no la esperaba nadie y el clima de España era más benigno se quedó. Lo único que hacía era cambiar de pueblo y toser esperando encontrar algún día a gente que amase a desconocidos enfermos.
La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Su tos también era trágica. «Estamos cantando un dúo», pensó; aquello le pareció indiscreto, como una cita en la noche. Tosió porque no pudo contenerse.
La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba y trasportó la tos del 36 al país de los sueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Sentía que aquella tos varonil la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio» pensó.
La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.
La fiebre sugería en la institutriz un amor sano, pagano. Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar:
«Somos tan iguales, ambos estamos enfermos, tenemos miedo a la muerte y necesitamos compañía ¡podríamos consolarnos y llorar juntos!».
Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba:
« Vendría a verte, así nos ayudaríamos mutuamente, pero aunque esté enfermo soy y un galán y conozco mi deber».
Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.
El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. « ¿Quién sería? ¿Cómo sería?» pensó, « ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle... ¿para qué?».
Finalmente ambos murieron sin conocerse. Él abandonó el hotel y a los pocos días murió, ella vivió 2 o 3 años más y en sus largas noches de insomnio aún recordaba el dúo de la tos.